top of page
Foto del escritorRadio Vox

Nòb Caduco la

La espera era agobiante. Los minutos transcurrían como lentas larvas consumiendo carne pútrida a su paso. Si se prestaba suficiente atención, el sonido del segundero en el reloj podría confundirse con el del suave, discreto y repugnante masticar de esos malévolos y rastreros insectos.

Podía sentir la tierra bajo mis zapatos, anhelosa de cuerpos nuevos, del fruto de carne oxidado, lleno de pus y fluidos grotescos. Su textura lodosa, curiosamente viscosa y húmeda invitaba a ser tragado hasta los huesos por las inquietantes y enfermizas criaturas que escondiera debajo.

Me resultaba una situación por lo menos curiosa que en una casucha, a mitad de la nada, sin un suelo más que el del lodazal del bosque, muebles maltrechos y viejos, un constante hedor a heces, orina, a abandono y enfermedad, se encontrara mi única esperanza.

La lepra llevaba carcomiendo mi ser desde hacía un par de semanas, y el martirio al que estaba siendo sometido no podría ser labor de otro más que el diablo. Sentía el ardor de cualquier brisa, los olores a podrido que emanaba mi cuerpo, y el desespero de la vida escapándose entre mis dedos.

Nada había podido servir como colchón de protección. Ni mi alta cuna, apellido prestigioso, o siquiera los excelentes médicos privados que con tanto dolor había pagado para erradicar tal atrocidad de mi vida.

¿Qué había hecho yo, un buen samaritano, miembro honorable y noble de la sociedad, para merecer semejante escarmiento? No, era imposible. Mi linaje estaría siempre bajo el manto sagrado y el buen ojo de dios. Solo podía tratarse de sucia y ruin brujería. Seguramente alguna dama urgida, que al recibir mi rechazo, se había llenado de celos inmundos y deseado mi propia muerte.

Y no me hallaría en tan deplorable establecimiento, si al acercarme al clero en busca de auxilio no me hubiese traído humillaciones tales como las que padecí. Ser tratado como uno más del ganado, escuchar los supuestos de que era un castigo merecido y la pasividad exasperante de los autonombrados santos. Deplorable. Era obvio que este establecimiento que se creía un representante digno de tal entidad sagrada, no era menos que un fiasco.


Por lo que ahora, muy a mi pesar, acudía al mal para solucionar el mal.

Me di cuenta de que el dinero movía más montañas que la fe. Y que no sería el primero en ensuciar mis manos. Además, seguramente tendría el perdón del altísimo, pues si perdonaba a tremendos incompetentes adoctrinadores, sería capaz de entender el extremo al que ahora acudía para erradicar la maldición que me respiraba en la nuca.

Sin embargo, no podía negar que mi cuerpo tiritaba de terror. Alejando el hecho de que ese espacio era tan insalubre y peligroso como un campo de guerra para mi carne, el temor de empeorar la problemática latía en mi consciente con una fuerza que me aturdía.


No lograba entender lo que mascullaba la mujer semidesnuda frente a mí mientras se tambaleaba como posesa por el lugar, poniendo los ojos en blanco y moviendo una rama que soltaba una peste intensa a medida que un fuego débil la consumía, llenando todo de humo. Una llamarada debilucha crepitaba en el centro de la macabra, siniestra y extraña danza que mantenía la susodicha, cuya piel oscura me aseguraba su ascendencia negroide, y por ende, me dejaba claro que su brujería sería efectiva, pues aquella raza de esclavos ignorantes eran lo más alejados de dios.

Procuraba mantener la mirada gacha, sintiéndome increíblemente reducido e insignificante. De repente la existencia parecía un soplo, y me sentía como una mota de polvo en una repisa que sería limpiada.

¿Qué sería de mí, si esta bruja esclava no lograba sanarme? Me preocupaba sobremanera por mi estabilidad y mi alma. ¿Qué sucedería, si este método no funcionaba? Si mi esencia terminaba manchada e impura en un último recurso desesperado por la supervivencia de la carne, y todo resultaba ser una completa farsa, no veía escapatoria al escarmiento de San Pedro en las divinas puertas del paraíso, negando e impidiéndome el paso con decepción. Podía incluso terminar vagando solitario y desesperado por las penumbras de un purgatorio eterno, condenado por mis propias decisiones estúpidas.


¿Había oportunidad de terminar todo este ritual pagano? ¿Estaría ya condenado por la acción sola de asistir y pedir la ayuda de tal escoria?

Una parte de mí rugía fuerte, exigiendo que me pusiera en pie y enfilara hacia la puerta, despidiéndome de la única probabilidad de sobrevivir en el mundo terrenal y de fallecer de forma digna; para intentar conservar, con hambre de misericordia, la salvación de mi vida eterna. Deseaba ahora más que nunca el permiso de caminar a través de los pastos siempre verdes que me aguardaban desde mi concepción, y que probablemente estaba a punto de desechar por un cuerpo caduco.

Mi mente me torturaba con las imágenes de todos mis ancestros santos de espíritu, observando con profundo pesar cómo era condenado a permanecer lejos de lo que por derecho de herencia, de buen nombre y buenas acciones merecía.

La negra no dejaba de aullar como animal herido. Su cuerpo parecía convulsionar, rompiendo sus huesos para permitirle tal flexibilidad, y sólo volviendo a unirse mediante lo que debía ser su magia.

Ese tipo de detalles aterradores que contemplaba en la oscuridad insegura y llamadora de espíritus y demonios, hacían que mi otro yo, el que aún deseaba permanecer en el plano terrenal, sintiera cierto alivio y un extraño gozo. Su cuerpo quebrantable, sus alaridos de dolor y dicha, sus ojos entornados, y el extraño frío que empezaba a llenar mi ser, aun estando cerca del fuego, eran para mí prueba irrefutable de que funcionaría.


También, mi instinto de negociante nato, olía allí un trato bien cerrado.

A la bruja le convenía el dinero que le pagaría al finalizar el ritual y ver que funcionaba, pues vivir en esas circunstancias repulsivas y deplorables, serían motivo suficiente de aceptación del intercambio para cualquiera, incluso una criatura primitiva e ignorante como ella.

De no ser por el pavor que aún me consumía dentro del hilo de pensamientos que se sucedían en mi cabeza, habría sido capaz de sonreír. Incluso empezaba a considerar contratar más favores de esta mujer, para conveniencia mía y de mi linaje.

Dios vería la labor valiosa realizada para sostener a una de sus más benditas estirpes en lo alto y perdonaría cualquier pecado y desliz que cometiera. Después de todo, el fin siempre justificaría los medios.

Sabía también que debía andarme con cuidado ante esas mujeres hechiceras. Tanto como podrían estar desesperadas por una mejor vida otorgada por el dinero, podrían estarlo por eliminar cualquier amenaza, o por garantizarse a toda costa una probada de la gloria de los benditos por dios que gozábamos de buena cuna. Desde amenazar con maldiciones, hasta matar a la descendencia de alguien. Esas almas oscuras y condenadas serían capaces incluso de arañar y morder hasta la médula a una criatura recién nacida con tal de alcanzar sus deseos.

El pensamiento empezó a cobrar fuerza, acallando cualquier otra línea por la que mis imaginarios pudieran irse para encender una fuerte alarma. De repente mis ojos se forzaron a voltear, contemplando con mayor detalle a la mujer que se había detenido.

La rama, que todavía sostenía entre su mano oscura cerrada en puño, despedía aún una humareda gris y densa que se esfumaba al ganar altura. Sus párpados estaban tan abiertos, que daban la impresión de que en cualquier momento sus ojos se saldrían de sus cuencas. Ahora podía apreciar sus iris tan oscuros como la más desolada noche sin luna. Me observaba fijamente, con el cuerpo flaco y tenso. Los brazos estrechándose contra sus piernas y costados con fuerza tal, que podía detectar un ligero temblor muscular en toda ella. Los costados de sus labios se contraían y estiraban en lo que parecía querer ser una sonrisa retorcida.


La sensación de peligro me revolvía las entrañas. Aunque parecía demasiado real, demasiado vívido, como si en verdad mi interior estuviera disolviéndose y entremezclándose, muriendo desde dentro.

No podía moverme, sentía que mis músculos fallaban en el intento de obedecerme. Como si nada, mis piernas cedieron hasta hacerme caer. Cada trozo de mi carne expuesta se sumergió en el infestado lodo. Estando en mis cinco sentidos, un alarido de dolor puro ante el impacto y el ardor habría escapado de mi garganta. Sin embargo, ni siquiera mi garganta funcionaba. Sentía cómo todo mi ser empezaba a colapsar en sí mismo. La respiración empezó a costarme, mi carne parecía un líquido espeso y caliente, que se acumulaba desde mi vientre hasta mi garganta, empezando a provocarme una tos intensa. Ver mi propia sangre siendo expulsada desde mi boca sin freno era agobiante, aún más cuando junto a mis gorgoteos urgidos estallaba una risa fuerte y enloquecida. A duras penas pude ver a la negra mofándose de mi estado con esa expresión de loca y su cuerpo tenso.

Mi rostro empezaba a caer como brea. Quemaba al tacto y dolía su desprendimiento. ¡De haberlo pensado antes! Qué deshonor traería ahora a mi propia estirpe. Había cortado de raíz mi apellido de buen nombre, había no solo terminado de garantizar mi muerte, sino me había asegurado que fuera de la manera más cruenta y tortuosa posible.

Ahora tenían sentido mis últimos pensamientos. ¡Había, esa bruja, provocado todos mis males! No se trataba de una dama rechazada y celosa, se trataba de una esclava resentida con su destino inmundo.

A duras penas pude verla, abriendo la boca y gimiendo en un último intento de maldecirla. No tuve idea de qué dijo a continuación, pero se sintió como una última condena, como una confirmación de mi destino flameante y ardiente por la eternidad. Fue entonces que me di cuenta, que esa frase había sido su canto durante el ritual.


~Relato original de María Paula Tinoco, escrito para Radio Vox.

Todos los Derechos Reservados.

25 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Es Tiempo

Comments


bottom of page