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Foto del escritorRadio Vox

Es Tiempo

Actualizado: 6 jul 2019

Sabía que esa pesada tos que estremecía mi pecho y hacía temblar todo mi cuerpo era un anuncio del irrefrenable paso del tiempo cobrando su cuota.


La muerte nunca me había asustado, estaba ya mi cuerpo tan maltrecho, destrozado por las miles de pastillas que debía tomar a diario y los pesares de la soledad infinita que me rodeaba desde que mi familia se había esfumado, sin que supiera que esa sería la última despedida. Tan solo anhelaba dar un último respiro sobre este colchón con olor a humedad y mi propia orina y sentir el alivio del descanso eterno.


A diario me acompañaba ese extraño crujir en la cama al moverme por los desgastados y posiblemente oxidados resortes y mis coyunturas tan dañadas por la fricción y mi falta de calcio. O el sonido de mis pulmones batallando en busca de aire, como un suave y enfermizo silbido que acompañaba mis deprimentes gimoteos de dolor.


Ya no recordaba el sonido de mi voz, llevaba lo que parecía una vida sin pronunciar palabra, pues a duras penas interactuaba con las fotos viejas de tiempos mejores sobre las repisas de ébano esparcidas por la casa, o con el enorme espejo colocado al final del corredor que la atravesaba desde la pesada puerta de la entrada y daba lugar a todas las habitaciones.

Esa casa, que sentía tan ajena aunque no saliera de ella, era quizás tan o más vieja que yo. Cada paso que podía dar apoyado de un bastón, que más parecía un pedazo de rama gruesa sin gracia, se escuchaba por cada rincón como un eco que me recordaba mi absurda situación, mi humillante final.


Veía pasar la vida desde el porche, ella avanzaba ignorándome o burlándose y hundiéndome aún más debajo del fango que era la existencia misma, desde donde me veían los demás con lástima o asco.


¿En qué clase de despreciable me había convertido para merecer esas miradas?


Quizás en un lastre que se pasaba los días despotricando a los niños que corrían juguetones frente a mi patio, aferrado a la taza de café negro y amargo que mantenía mis sentidos vivos, aunque ya mi paladar no pudiera diferenciar entre su sabor y el de la tierra.

Sin embargo eso no era, en mi deplorable estado y decadente físico lo más grave que me pasaba.


Los terrores nocturnos lo eran. Y lo digo dudando porque una parte de mí sabe que no sueño cuando presencio eso, y otra, la más positivista, quiere convencerme constantemente de que lo que sea que atormenta mis noches es tan solo una ilusión de mi cerebro hecho trizas por el tiempo y la amnesia. Pero es que no sé cómo cabría en mi cabeza un imaginario tan grotesco, tan aterrador…


Empezó siendo tan solo una sombra tímida que se cruzaba por el corredor que desemboca en mi habitación, creando figuras en la luz amarilla y enfermiza que siempre dejaba prendida por precaución. No había foco más fiel y eterno que ese que colgaba de mi techo desde un triste cable reforzado con cinta aislante quizás llena de polvo y telarañas en alguna que otra esquina despegada. La última vez que tuve la fuerza y flexibilidad para ponerla había sido hacía muchísimos años, así que el riesgo de que de la nada se soltara o causara un corto por humedad no lo descartaba en absoluto como una de esas muertes ridículas que me esperaban con las fauces abiertas.


Los primeros días dudaba de cuán verídica era mi visión de esa cosa negra, extremadamente alta, grotescamente encorvada y terriblemente ancha que cruzaba mi campo perceptible a la velocidad de un rayo al parecer solo para asustarme.

¿Serían acaso traumas viejos, despolvándose para regresar como un karma? ¿Dolores o recuerdos de antaño deformándose por mi posible demencia? Esas preguntas desaparecieron cerca del quinto día consecutivo, cuando esa cosa se detuvo en seco de pronto frente a la rendija de la puerta entreabierta, justo del otro extremo del corredor. Como si supiera de mi constante observación.


Recuerdo haber sentido el pavor que siente un reo al saber que está siendo llevado a ejecución, que su muerte es irremediable y que su fe se sostuvo en vano. Ese frío que recorre desde la nuca hasta la cabeza y la punta de todos los dedos.

Me había paralizado y mi respiración de pronto fue incluso más dificultosa, haciendo que jadeara con agitación y lograra de ese modo que mi corazón se acelerara y empezara a sentir mareos por hiperventilarme.


No podía caer inconsciente, no podía caer inconsciente… no podía…


Pero lo hice en esa primera ocasión.

La sensación de despertar vivo y entero al día siguiente, quizás a altas horas de la tarde, me llenó de un extraño júbilo. Mi cabeza se preguntaba si empezaba ya a deformar la realidad quizás para teñirla de algo más interesante que las mismas paredes que veía. La misma pintura empezando a descascararse hasta dar contra el mismo suelo que no barría por mera maña de anciano decrépito.


Fue gracias a esa horripilante pero breve primera experiencia que me enteré que no me conocía. Que aunque me había convencido de estar listo para abandonar el plano terrenal y llegar al abismo en que fuera a pasar la eternidad, en realidad tenía pavor a la muerte. Mi alma prefería quedarse dentro de un cuerpo que se pudría en vida antes que saber qué habría luego del último respiro.


Aquel primer día preferí tomar aquello como una mala pasada de mi imaginario antes que como algo verdadero. Quizás como una advertencia que me hacía mi subconsciente sobre la forma en que estaba viviendo.


Aquel día, aún con el dolor que todo conllevaba, busqué en el catálogo de números que guardaba en un viejo libro entregado por el estado hacía años. Llamé a la lavandería de la zona, pidiendo que pasaran a recoger mi ropa, sábanas y cortinas sucias.


También marqué el número de una tienda de muebles para solicitar una nueva cama y colchón especiales para la columna. Llegaron cerca de las cinco de la tarde a instalar todo.

Debo admitir que me dio bastante vergüenza recibirlos con la casa en tan mal estado y oliendo más grotesca y húmeda que una tumba aunque hubiera abierto las ventanas de par en par para dejar que el aire fluyera dentro, por lo que incluso les pagué una propina generosa a los despachadores, que me ayudaron a armar todo por pura piedad y con la misma mirada de lástima que estaba acostumbrado a ver en otros.


La lavandera se apuró gracias al soborno discreto que le di, y para las siete de la noche mi habitación tenía un olor menos nauseabundo. Mi orina, sudor y quizás vómito habían abandonado mi lecho para ser reemplazados por un olor a fresco, como renovado.

Me permití incluso cenar a domicilio algo delicioso en vez de matarme de hambre o consumir de la comida dañada que almacenaba en el refrigerador. Comida que además boté junto con todo lo que había logrado reemplazar ese día.


La sensación era agradable. Podía sentir una parte de mi horrenda vida hecha un esperpento alejándose, y hasta tenía la impresión de estar más erguido, más enérgico. Esa noche estaba seguro de que la pasaría de maravilla con mi nuevo colchón y tendido con aroma sutil a cítrico y lavanda.


Eso pensé como un grandísimo iluso.


Cuando dieron las diez quince, si mi memoria no está lo suficientemente atrofiada por el miedo y recuerdo bien, mis ojos irremediablemente viajaron al marco que daba la rendija de la puerta entreabierta, quedándome en silencio y con un creciente burbujeo en el estómago controlado por algún raro suspenso que me invadía. Era estúpido dejarme consumir por el terror siendo que lo había imaginado todo. ¿No?


No. Juré escuchar una voz de ultratumba respondiendo desde el corredor antes de que la sombra cruzara y se detuviera de nuevo, en el mismo punto, en seco, como viéndome fijamente.


De nuevo me paralicé. Mis dedos apretaban sin piedad alguna la colcha y mis ojos parecían querer salirse de sus órbitas mientras de mi garganta, sin mi permiso, surgían gimoteos y jadeos apenas audibles y lastimeros.

Esa noche, de nuevo me desmayé.


Igual que la siguiente… y la siguiente, y la siguiente después de esa… y cinco noches consecutivas.


Mis nervios para ese momento estaban atrofiados hasta el punto en que el sonido del camión de basura aceleraba mis latidos y me ponía a sudar frío.

No lo comprendía. No entendía por qué me sucedía eso de todos los viejos que existieran. ¿O es que nos pasaba a todos por igual? ¿Cómo saberlo si ni siquiera salía de mi casa para confirmarlo?


Intenté entonces empezar a frecuentar otros lugares. Salía apoyado de mi bastón y con paso muy lento hasta el parque de la zona, tomando asiento en una banca solitaria y viendo a los padres jóvenes salir con sus engendros a divertirse. Era extraño, me sentía ajeno al lugar, como una pieza que se perdió de un rompecabezas ya desechado y no encaja nunca en otro.


No encontraba dicha en eso, no hablaba con nadie y podría decir que se sentía igual a estar en mi casa. Los acilos no eran una opción, no deseaba ir a lamentar mi triste existencia con otro grupo de decrépitos como yo. Eso solo me empujaría más hacia el cansancio existencial, el aburrimiento absoluto.


Algo tenía que hacer, no podía permitirme una vida tan triste como esa.


Sin embargo, mi propia pereza mental y mi incapacidad de movimiento fluido me volvieron a recluir a mis cuatro paredes depresivas.


La cosa, como decidí apodarle después de otras dos visitas nocturnas y unas marcadas ojeras bajo mis ya casi ciegos ojos, seguía deteniéndose en el mismo rincón del pasillo. Expectante.

Por algún motivo, aunque estuviera acostumbrado a su aparición no dejaba de invadirme una profunda ansiedad, siempre hiperventilaba y me desvanecía en la oscuridad de la inconsciencia luego de un rato. Despertaba con el cuerpo cansado, como si hubiese tensado los músculos en exceso, y empezaron a aparecer moretones por mi cuerpo.

Recordaba a las mujeres supersticiosas diciendo que eso era señal de visitas de entidades paranormales sin buenas intenciones, que iban robando la fuerza vital hasta poseer el cuerpo. Siempre me había sonado ridículo y me encargaba de mofarme de sus chismorreos. Ahora me sonaba cada vez más posible.


Sin embargo, aún el detalle de la posesión no me convencía. ¿De qué le serviría a una criatura del más allá, un cuerpo tan dañado?


Supongo que a eso me aferraba para seguir negando mi situación. Una gran parte de mí sujetaba con uñas y dientes la idea de que era mi cabeza jugándome malas pasadas. Me negaba a admitir cualquier cosa que no entrara en el plano científico, prefería pensarme loco antes que asediado por entidades.


Ridículo, escuchaba en cuanto mi mente empezaba a plantear esas probabilidades.

Claro que era ridículo, pero me convencía de que seguro era alzhéimer o esquizofrenia, era la única forma en que mi mente pudiese reproducir esa voz distorsionada, gutural y tan cercana a mí.


“Entre más lejos se escuche algo, más cerca está”. No sabía de dónde había oído eso alguna vez hacía muchos años, pero me mantenía tranquilo de alguna forma. La sombra no avanzaba nada, solo se detenía a verme, y la voz seguía cerca, por lo que aún no estaba condenado.


¿Condenado a qué, exactamente? Ni siquiera me atrevía a suponer, temía de los resultados que pudiera imaginarme y el pavor que eso me provocaría.

Fue así por todo un mes. Recuerdo bien que celebré el inicio de un nuevo año viendo por la ventana los fuegos artificiales, ignorando por completo a la sombra de siempre, dejando que la oscuridad de la habitación se inundara de luces de colores efímeras, seguidas el estridente estallido de la pólvora. Fue un espectáculo agradable que no me permití por años.


Es tiempo. Es tiempo. Es tiempo.


La voz lo decía tres veces, se detenía unos minutos, y lo repetía. Así por quién sabe cuántas veces lo escuché durante la noche. No supe cómo sentirme, la voz ya no se escuchaba detrás de mi cuerpo, como si tuviera a alguien en la nuca, sino como si estuviera a varios pasos de mí. No me atreví a ver el corredor esa noche, y cerré la puerta con seguro antes de recostarme y dormir hasta muy entrada la tarde del otro día.


El día siguiente, fue tranquilo y me confié. Sentía que todo había sido alguna broma pesada, o mi locura por fin me daba tregua. Incluso dormí profundamente, sin prestar atención a nada más que mi propio cansancio.


Sin embargo, al despertar el último día… encontré una paloma muerta frente a la puerta de mi habitación, así como arañazos enormes y profundos en la madera.

Es tiempo. Se leía por mis muros, escrito en lo que parecía sangre. Había más cadáveres de animales en mi casa. Ratas, más palomas, perros y gatos callejeros… olía como si llevaran semanas pudriéndose allí, y sus tripas esparcidas por el suelo me provocaron vómito al menos seis veces en el día.


De nuevo la casa olía a mil demonios, y mis nervios volvieron a atrofiarse y atormentarme. Temblaba sentado en el porche, mi café se enfrió muchas veces en que solo lo botaba en el césped y regresaba a preparar más y regresar a sentarme, sosteniéndolo sin beber un solo sorbo.


Por algún motivo, por más que lo intentara no lograba enfocar mi atención en nada. Me perdía en la infinidad de mis errores.

Me perdía en las niñas que violé al ser un muchacho, me perdía en la mirada del padre de la iglesia que maté para robar el dinero de la recolección, me perdía en la manera en que torturé a muchos enemigos de los miembros de la mafia para sacarles información. Me perdí en los cuerpos de mi esposa e hijos enterrados en mi patio hacía años.


Luego, y de repente, estallé en una risa histérica que terminó de ahuyentar a las personas que caminaban alrededor de la casa.


Y cuando me di cuenta, de nuevo estaba acostado. Era de noche, la luz del corredor estaba encendida, la puerta semi abierta, y la sombra… La sombra estaba pegada al marco. Por fin vi sus ojos, llamativos, como bombillas.


Es tiempo de pagar por tus pecados.


Fue lo último que escuché.

~Relato original de María Paula Tinoco, escrito para Radio Vox.

Todos los Derechos Reservados.

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